Tuesday, January 16, 2007

Lillie X

Tiene que haber perdón porque hay lugar en el mundo para los ladrones, las prostitutas, los homosexuales, los hipócritas y los desamparados, para los que hacen su camino confuso y alcanzan sus ideales secretos.

Luisa Josefina Hernández, La noche exquisita



Los Ángeles es el sueño americano para millones de salvadoreños, armenios, chinos, vietnamitas, argentinos, españoles, mexicanos y un largo etcétera de nacionalidades y no es para menos. Lo que pasa con usted ese /es que no habla bien inglés ese/ no es de aquí ni es ni de allá ese / pero bien que viene y va ese / que qué onda ese. Mucho más allá de ser el centro de producción filmográfica por excelencia y un refugio no autorizado de inmigrantes que emplea a los mas necesitados por poco menos que nada, es el paraíso del exceso y desperdicio como pocos lugares. Existen leyes de reciclaje, multas estratosféricas por casi cualquier cosa, apoyo a los desamparados, grandes oportunidades para comprar desde un curso para aprender inglés hasta una casa en cómodas y eternas mensualidades, pero sobre todo, una gran propensión al reemplazo temprano, el desperdicio y las compras compulsivas. Basta dar un paseo por cualquier suburbio de no muy alto coste para poder reencontrarse con un tianguis eterno: Sofás, estufas, zapatos, libreros, microondas, juguetes, long plays, macetas, aspiradoras, joyas de fantasía, mascotas, llantas, estéreos. Todo más o menos en desuso pero útil todavía.

Y así, cuando comparamos los diferentes tipos de vagabundos, peregrinos, errabundos, patas de perro, gente de la calle, pordioseros, homeless o como nos acomode mejor nombrar a las personas que carecen de un papel social establecido, más allá de ser un punto en las estadísticas entre un país y otro, es que nos damos cuenta que aquí, en esta súper poblada ciudad ubicada dentro de un país primer mundista, incluso estos pobres diablos gozan de ventajas poco menos que envidiables. Platos frescos de comida china, ropa en buen estado, relojes de pulsera, sombreros e incluso maquillaje es lo que podemos encontrar dentro de sus pertenencias. Unos los tienen a cuenta gotas y otros tantos a gran escala ya sea en carritos de supermercado, debajo de un árbol, semienterrados en los islotes naturales del río, o bien en sus improvisadas casas, mismas que sobreviven algunos días o apenas un par de horas, antes del saqueo que otros de sus pares realizan medio a escondidas y al amparo del bullicio constante. Por las noches la soledad desespera / espera por ti / espera por él / espera por mí también / y por aquél.

¿Y qué es lo que deciden hacer con sus nuevas adquisiciones? La respuesta depende de las necesidades primarias, secundarias, adictivas. Lo cierto es que la mayoría recolectan por instinto de pertenencia y los muy brillantes, con miras a obtener un poco de efectivo que se convierta al final de la jornada en crack, heroína, popers, ácidos o simplemente alcohol barato. Tal vez existan otros que lo hagan para escapar un poco o mucho del monstruo que es la locura y el desamparo; tomando esta actividad como su última conexión con la realidad. Algo así como un trabajo y obligación que mantenga su ya de por sí afectada lucidez en funcionamiento. Ya sea como sustento, negocio, protección u oficio; la gente que vive en la calle recoge, hurta, toma o recolecta sin ningún afán que vaya más allá de lo meramente obvio y primario. Todas y cada una de estas personas siguen esta línea… No, en realidad casi todas, porque de la que hablo ahora es organizada, paciente, selectiva, conocedora, exigente; es una coleccionista.

Cambia esa cara de seria/ esa cara de intelectual, de enciclopedia/ que te voy a inyectar con la bacteria/ para que explotes como máquina de feria. Cuando le pregunto a Lillie su edad se sonroja y con una actitud por demás coqueta se niega a responder meneando los cabellos teñidos de rubio y bajando unas ojos azules, limpios aún. Tal vez tenga 50, poco más o menos. Nació en Guadalajara y vive en las calles de LA desde hace más de 20 años. Cierto es también que su esquizofrenia, ilegalidad, adicción, dualidad, senos inusuales y extravagancia no le impiden ser alguien que trata, de rato en rato, dar un salto afuera de su realidad para entrar a otra completamente ajena a la tangible, una realidad confortable e infinitamente bella.

Debajo del freeway 5 y el 110 Norte, Lillie extiende su territorio a lo largo de 200 metros. Soy un profanador/ estoy desafiando el tiempo/ ya ves mi transición es procurar tenerte/ ya ves que mi obsesión/ está llegando a un límite. ¿Excesivo? ¿Irreal? ¿Inexplicable? No, en esta ciudad de sueños imposibles-posibles. Su hogar comienza frente al Centro Cultural y Lenguas de Lincoln Heights y la ex cárcel de Los Ángeles (misma que cierra sus puertas en los 50 por razones de cupo); termina con su dormitorio y de ahí hace una pausa de banqueta hasta el cruce del siguiente freeway donde los territorios de Antonio —hombre agresivo, pero de buen corazón— comienzan y terminan. La cocina ocupa la primera parte: sartenes, una estufa de carbón, tazas, tomates deshidratándose al sol, platos desechables, aceite, almendras y una botella de whisky a media vida; incluso un gato negro adolescente y un jardín compuesto por mitades de limones amarillos que rodean una señal de tránsito ("No parking Any Time"). Bajo el amparo de un puente, la biblioteca construida con carritos de supermercado y libreros un poco derruidos soportan tomos de cocina, derechos humanos, diccionarios, novelas policíacas, cuentos para niños, directorios telefónicos; todos ellos lejos del alcance de Lillie que por falta de práctica y anteojos, más no de interés, ha olvidado el leer. Una pequeña sala con tapete a colores, un par de sillas, un sofá, la mesa negra al centro y a continuación el gimnasio compuesto por dos bicicletas, una silla de gimnasia y pesas, eso si, en buen estado.

Lo siguiente y último es la habitación principal construida con tablones de madera pintados de verde y rojo con dibujos. Las pertenencias interiores se protegen con infinidad de candados y cadenas a medio oxidar. Herrería agreste y motivos de Hallowen terminan la decoración exterior. Al abrir la puerta, Lillie se pone nerviosa y no es para menos, sólo sus amantes ocasionales (que por cierto no abundan) han sido los únicos testigos de esta intimidad. Voy a ser tu mayordomo/ y gozarás el rol de señora bien/ o puedo ser tu violador/ la imaginación esta noche todo lo puede. Del tendedero que se encuentra en el vestíbulo cuelgan una faja de lycra y 3 sostenes de colores sobrios. Cuando abro la cortina de lana mi travesía en la colección oficialmente comienza: zapatos altos de pulsera, medias, pantimedias, aretes, collares, bolsos de mano, lencería, vestidos entallados con lentejuelas, pelucas, faldas, gel fijador. Todo escrupulosamente en orden por tamaños, categoría y color. La cama pequeña soporta muñecas, lubricante personal y un radio que gracias a la habilidad del buen Antonio funciona con electricidad junto con dos o tres focos pelones colgantes del cielorraso.

Estrecho el espacio y amplias las posibilidades, la habitación de Lillie es su orgullo porque en ella atesora sus más preciadas pertenencias; objetos que le significan un triunfo ya por haberlos rescatado del ultraje o simplemente porque de una o otra forma pudo hacerlos suyos. Al final del dormitorio y debajo de colchas e impermeables se arrejuntan casetes, trozos de tela, relojes, lámparas de mano, maquillaje, pestañas postizas, jarrones chinos y adornos de casa. Todo mutilado y sucio, pero suyo al fin y es que más allá de hacerlo por gusto o afición, Lillie colecciona objetos porque su vida se va y depende de ello. De necesidad a placer hay una gran diferencia, más existe un gran espacio intermedio que es en el que éste ente prófugo se exilia y haya felicidad. Adiós cabaretera/ adiós, adiós.

Después de exponer su refugio, Lillie solicita un descanso y, al igual que yo, un trago más. Pido permiso antes para utilizar su 'baño' y con un breve movimiento de cabeza me muestra el camino. De espaldas a la 'cocina', una malla ciclónica resguarda el estacionamiento de una iglesia china y es esta misma reja la que soporta algunos cuadros con motivos bucólicos al igual que un rollo de papel higiénico, un cobertor azul a modo de puerta y como escusado, unas escaleras clausuradas que en su momento sirvieron como acceso al río de Los Ángeles. Ya de vuelta con Lillie, entre sorbo y sorbo, entre cigarro y cigarro Raleigh tomamos un respiro para observar el paisaje que nos ofrece esta ciudad de noche con altos edificios, puentes y vehículos que no cesan de circular por la avenida: Camiones, motos, USV's, autos eléctricos, patrullas, bicicletas, ambulancias todos emitiendo ruidos estridentes, al menos para mi, pero no para Lillie, que después de vagar en esta ciudad casi la mitad de su vida este tipo de detalles son los que menos importan. Carretera/ hace tanto que ando en carretera/ que cuando pasa al puente a donde llegas/ no estableces la frontera/.

Ahora que el calor del alcohol se nos ha subido un poco a la cabeza, hacemos una pausa de material para entrar a otro tipo de colecciones, algo más mundano y de lugar común; historias, vivencias, experiencias, anécdotas, usanzas, hábitos. Un tío a caballo de nombre Anselmo, los padres Don Antonio y Sara, un grupo de adolescentes que lastimaron su cuerpo a los 14 años, Virgen la mujer que le dio un beso en una rueda de la fortuna en tiempos de fiestas con cohetes y todo, su apatía en la escuela y el hogar, el abandono de Guadalajara, un escape de un centro siquiátrico a sus 20 en la ciudad de México, el cruce de la frontera a los Estados Unidos por Calexico y Arizona, la pizca de fresas y papas, el cansancio y la desidia de encontrarse tan lejos y tan cerca de todo, el arribo a los Ángeles y su primera deportación, su escape de Juárez al romper una ventana y el regreso a la ciudad, el alcohol y los excesos, sus experiencias en la cárcel que fueron desde fungir como cocinero, drogarse con barras de jabón y fabricar alcohol con trozos de pan y fruta, los atentados a espectaculares de la televisora Univisión y el edificio del Consulado de México frente a MacArthur Park, el regreso a la cárcel y el inicio de una vida en la calle, el odio y rencor a su país y a Virgen que con un beso le destruyó la vida, la mendicidad y la pérdida de dientes y muelas, el frío, las enfermedades, el sexo a ratos con un cubano en Elysian Park, sus peleas, la sangre, el resentimiento, las lágrimas; su transformación. De noche todos los gatos /son pardos/ pardo me duermo/ pardo te sueño/.

El silencio que Lillie ocupa para enjugar un par de lágrimas, me da pie a cambiar un poco la conversación y retomar el objeto de la visita. Pregunto si podemos ir a la habitación de Antonio aunque él no esté y, con la previa advertencia de que aparece y desaparece sin previo aviso, dejamos nuestros asientos y entre bocanada y bocanada dirigimos nuestros pasos al punto rojiblanco que se divisa poco antes del Home Depot en San Fernando y Riverside. Las tazas sobre el mantel/ la lluvia derramada/ un poco de miel/ un poco de miel/ no basta/ El eclipse no fue parcial/ y cegó nuestras miradas/ Te vi que llorabas/ te vi que llorabas/ por él.

Son las 23:15 horas con 45, 46, 47, 48 y creo que ya va siendo tiempo de conocer los terrenos de Antonio, quién es y su relación con Lillie, una por cierto, tirante y exhaustiva. Tal vez y ésta sea la razón por la que mantienen distancia el uno del otro, distancia misma que existe tanto como existe nada, que es tan obvia y confusa, tan comprensible como absurda; casi tan absurda como es la idea de encontrarse frente a una fábrica de sábanas y cortinas, detrás de una construcción abandonada, al lado de una entrada al río ahora seco, devastado y lleno de grafitti en sus paredes y debajo de dos puentes viales, la propiedad de Antonio misma que se extiende como algo sutil y espontáneo que sorprende apenas un poco el encontrarse con un dormitorio amueblado con sillones, 3 mesas de noche y una cama queen size cubierta por un edredón satinado y 4 almohadas con fundas blancas. Casi tan absurda como la idea de ser un coleccionista de objetos e historias tan disímiles al mismo tiempo que se comparten elementos vitales e irreconciliables al unísono. Este es; repito; el refugio de Antonio que se delimita con 2 sillones color rojo, un pedazo de alfombra azul y un largo tramo de tul lavanda.

En su 'interior', la habitación pareciera tener paredes que impiden percibir el paisaje y el ruido de los autos; algo así como un ambiente cálido y de tranquilidad. A los pies de la cama hay una de las 3, ésta de uso exclusivo para colocar alcohol y cigarros: Botellas de whisky, tequila, anís, cerveza, vino. Todas ellas vacías de líquido y llenas de colillas de cigarros. El sofá al lado suyo sirve de perchero y organizador personal: corbatas, sacos, sombreros, un par de cajas con cigarros, un frasco de cristal con pedazos de habanos a medio fumar, plumas atómicas, contenedores con comida enlamada, polvo, arañas, manchas. En uno de los extremos y entre dos postes que soportan el puente del freeway, me encuentro con un sillón negro y a modo de calefacción, latas de preservas tamaño comercial con papel periódico en su interior y botellas medio vacías de líquidos combustibles. A espaldas de la habitación y a unos pasos de los rieles que soportan las vías de The Metro Golden Line, atado con gruesos alambres cubiertos de plásticos multicolores, Antonio guarda su pasado como electricista en 5 carritos de supermercado: antenas, cables, usb's, bocinas, monitores de computadoras viejas, multiconectores, pinzas, tablas de triplay, extensiones, fusibles, bombillas, estéreos a pedazos, lámparas de bolsillo, radios portátiles, pilas recargables.

Son las 12:36 con 28, 29, 30. Ahora me encuentro sola en medio de la calle Pasadena casi con Ave 21. Antonio y Lillie no están conmigo ni con ellos mismos. Ambos regresaron a su cotidianidad y a sus dominios, a su refugio y a su realidad, a su guarida y a su vergüenza. A dormir Antonio y a emborracharse Lillie porque mañana no hay que levantarse temprano ni llegar a la oficina a tiempo, porque el policía del edificio de enfrente descansa hoy, porque hay un par de zapatos azul turquesa que quiere estrenar, porque a final de cuentas es Lillie y no Antonio quien va a tomar la bicicleta para ir a visitar al cubano en Elysian Park; porque hay alcohol en la cocina y Antonio está lejos soñando con cables, radios, motocicletas, Virgen y la rueda de la fortuna . El no ganó su vida, la recibió de gracia. El no labró su cuerpo ni concibió su ser. Lo agarró la aventura. Inopinadamente se sintió ya arrebatado por largos movimientos, por corrientes innúmeras, por confundidos bandos, por invisibles ruedas de giros infinitos.

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